Enseñar en modelo flexible: Urabá
En aquellos tiempos de universidad, cuando involuntariamente soñaba con encontrarme algún día laborando en un escenario similar al de la película «Los colores de la montaña», escuché acerca de una convocatoria tentadora que abarcaba algunos de mis intereses personales.
Me soñaba apreciando lindos paisajes, aprendiendo de la solidaridad del campesino, deleitándome con sus recetas y tradiciones de vida, hablando desde lo que ocurría y no desde lo que leía, dedicando un gran porcentaje de mi tiempo al «trabajo» pero que en realidad no lo quería considerar como tal, sino como una contribución a mi propia búsqueda de la felicidad.
Así fue como ingresé a Enseña por Colombia y llegué a Necoclí, un lugar desconocido para mí que se encontraba en la región del Urabá Antioqueño, región de la cual solo tenía como referencia: noticias violentas.
Estando allí, me asignaron el trabajo de docente en un modelo educativo llamado «metodología flexible», una propuesta pedagógica diseñada para población joven y adulta en las zonas rurales, esta metodología intenta adecuarse a las necesidades del contexto y se cohesiona a través de Proyectos Pedagógicos Productivos. Trabajan, por lo regular, grupos de 4 docentes, cada uno de ellos encargado de un área fundamental y otras complementarias acorde a su formación profesional.
Estos docentes tienen a su cargo cuatro veredas del municipio entre las cuales deben rotar cada semana hasta completar el mes, una semana por cada vereda, allí se les brinda clase a estudiantes de los grados sexto a once en una sola aula de clase, generalmente, en condiciones precarias.
Por consiguiente es necesario vivir por una semana en cada vereda, debido a la distancia y condiciones de acceso. Recorrer las veredas implica trabajar con diferentes estudiantes, familias y paisajes, enfrentando diversas formas de aprendizaje. Es necesario adaptarse a múltiples escenarios que prescinden de servicios básicos como: alcantarillado, agua potable, electricidad y recolección de residuos sólidos. Pero que al mismo tiempo están llenos de calidad humana y experiencias inigualables.
Toda esa magia que revoloteaba en mi imaginación se convirtió inicialmente en una pesadilla. Para mí era inconcebible dar clase a seis grupos al mismo tiempo, creerse la película de ser profesor y ser figura ante muchos observadores, además, estar muy lejos de mi familia y ante costumbres completamente diferentes a las adquiridas.
Por la descripción anterior, y para hacer de esta lectura una experiencia más vivencial, comparto retazos de mis pensamientos y de lo que regularmente llamé la montaña rusa de emociones, durante mis dos años en urabá:
«A veces, cuando llego el fin de semana a Necoclí y salgo en bicicleta a ver el mar para tranquilizarme del arduo trajín de la semana pienso, alterada, que últimamente no me queda tiempo para hacer lo que me gusta; pero luego en mi conversación interna digo: ¿de qué hablo? Si ver paisajes selváticos me encanta, si romper la rutina me atrae, si cambiar de emociones es mi hobby, si compartir historias y recetas con la gente del campo me apasiona, si adoptar palabras o saludos con silbidos o gritos extraños me divierte, si observar el mar y sus atardeceres me tranquiliza. En realidad, son tantas cosas que no logro capturarlas en un solo escrito. Esta vaina es como subir a una cúspide, alcanzar góticas de felicidad que inundan tu cuerpo entero y te llenan de motivación, repentinamente vuelves a caer y a sentir mucha frustración, pero sacas una fuerza interna inexplicable que te obliga de manera natural a seguirlo intentando.» (4 de octubre del 2017)
«Creo que estos aspectos han sido algunos de los encantamientos del Urabá: la humildad de la gente que me rodea, las sonrisas, los niños y sus ocurrencias no permeadas de vergüenza, los paisajes verdes que aprecio desde los salones de clase, el burro que relincha mientras explico un tema en clase y tener que sacar fuerza cada mañana, pero entienda usted muy bien CADA MAÑANA, para superar el miedo de ir a clase y pararme en frente de muchos niños locos, con mucha energía y a veces actitudes o palabras devastadoras que destruyen tu existencia en un segundo.» (1 de noviembre del 2017)
«Tengo fotografías mentales de botas pantaneras enterradas en el barro, de arriesgados caminos en moto, burro o a pie para llegar a la vereda, de mis estudiantes que después de levantarse muy temprano en las mañanas a cumplir sus responsabilidades del campo, emprenden largas caminatas al colegio, en ocasiones cruzando quebradas, ríos, pantanos y garruchas -pero que además permanecen con una gran sonrisa-, de los abrazos y las cartas de mis estudiantes, del tinto en la tarde en alguna de las casas de la vereda, de la gallina guisada en coco (un manjar que no podré olvidar), de las caminatas con mis estudiantes, de los puños de arroz colgados en los techos de las casas, o de algún par de lloradas después de terribles clases.» (2 de diciembre del 2018)
Abiertamente expongo a fondo algunos de mis sentimientos durante mi tiempo como docente en el Urabá; son grandes lecciones de vida comprimidas en un tiempo muy corto y seguramente tengo muchas más historias que contar, pero por ahora el espacio me limita.
Lo único que resta, es dar las gracias por esta maravillosa oportunidad de experimentar la vida fuera de los parámetros esperados. Que nuestro quehacer nos siga impulsando a trabajar por contribuir y no destruir.
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