El carnaval de Curramba
El carnaval de Curramba
Mientras andaba a toda la velocidad hacia la Vía 40, apretujada en un camión, con otros 50 miembros de la comparsa, entre disfraces, telas, calor, pintura corporal y mucha escarcha, para llegar a tiempo al punto de partida de la Batalla de Flores, donde nos esperaba, impacientemente, el resto del grupo para iniciar a tiempo el desfile de 8 kilómetros que bordea la orilla del Río Magdalena, no dejaba de preguntarme cuáles circunstancias de la vida me habían llevado hasta ahí. También me esforzaba, de sobremanera, por minimizar los pensamientos sobre los daños que pudieran sufrir mis tenis blancos (es increíble cómo el trastorno obsesivo compulsivo no te abandona ni en los momentos más extraordinarios). Ahí me pueden ver en la foto, la segunda de derecha a izquierda; la de azul, Krishna según yo, pero Pitufina según los cadetes de la Escuela Naval que miraban el desfile desde sus palcos.
No soy la clase de persona que participa en este tipo de celebraciones y festividades. Claro que cuando un turista me pregunta por planes y destinos para viajar en Colombia recito religiosamente: el Carnaval de Barranquilla, casi tan grande como el de Río de Janeiro y declarado patrimonio cultural inmaterial de la humanidad. Pero si alguien me hubiera preguntado entonces por eventos carnestoléndicos (sí, ese es el adjetivo que califica a todo lo relativo al carnaval, me explicaron recientemente los profesores de español del colegio) como la Lectura del Bando, la Gran Parada, la Muerte de Joselito, o por personajes como el Rey Momo, el Garabato o la Negrita Puloy, tendría que haber admitido que no sabía de qué me estaban hablando.
«Como se imaginarán, el contraste cultural no fue nada fácil. Mis estudiantes se hablan entre ellos como si estuvieran separados por cinco canchas de fútbol, les encanta la champeta, el reggaeton y el vallenato, se toman del pelo todo el tiempo…»
Soy bogotana, me gusta el frío, el ajiaco, prefiero caminar que ir a un gimnasio y el silencio a la música estruendosa. Pasé por matemáticas puras, economía e ingeniería química antes de graduarme finalmente de administración de empresas con opción en filosofía; y mi interés crónico por la educación me trajo hace dos años a las tierras cálidas y arenosas de Barranquilla. Un gran profesor que tuve en la universidad me presentó a Enseña por Colombia, apliqué en mi último semestre para poder tener el diploma a la mano cuando me lo pidiera el colegio donde iría a parar, y a mediados de enero del 2015 me notificaron sobre mi próximo destino, Pies Descalzos, el colegio de Shakira en Barranquilla. Como se imaginarán, el contraste cultural no fue nada fácil. Mis estudiantes se hablan entre ellos como si estuvieran separados por cinco canchas de fútbol, les encanta la champeta, el reggaeton y el vallenato, se toman del pelo todo el tiempo (y a mí también, pero me tomó un tiempo entender su humor y sus chistes) y a pesar de los inclementes 34 grados centígrados que te hacen sudar sin parar todo el día, no se soportan una clase entera sentados.
En general el ambiente que se siente en Barranquilla es de carnaval. La fiesta dura 4 días, del sábado al martes anterior al miércoles de ceniza, pero los preparativos comienzan mucho antes. Desde julio los medios comienzan a presentar a las aspirantes a Reina del Carnaval; en diciembre, con la llegada de las brisas, empiezan a aparecer decoraciones por toda la ciudad; ya para enero y febrero la oferta de eventos artísticos y culturales es tan grande que por más de que uno quisiera no hay ni tiempo ni plata para asistir a todo. La ciudad se prepara a lo largo del año para el millón y medio de asistentes al carnaval, generando alrededor de 11.000 empleos y movilizando unos 50.000 millones de pesos. Todo esto ocurre mientras que los barranquilleros se alistan para el momento más esperado del año en el que dejan a un lado el convencionalismo de la vida cotidiana para transformarse en personajes extravagantes que reviven toda la energía de esta fiesta tradicional.
El caso fue que terminé aceptando, a pesar de mis escrúpulos inciales, inscribirme a una comparsa. Ya era hora de comenzar a apropiarse en forma del universo costeño, de dar un paso para acercarme a la cultura que define tanto a mis niños como a esta ciudad que me abrió sus puertas. Porque ser una Eco no significa delimitarse exclusivamente al salón de clases, sino entender que es igual de importante salir a conocer los contextos y entornos propios de nuestros estudiantes. Y mientras bailaba entre congos y cumbiambas por toda la Vía 40 no paraba de buscar las caras de mis niños entre los espectadores, para que vieran cómo me dejaba envolver por su mundo de la misma forma en que ellos se habían dejado envolver por el mío.
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