El Vichada visto por los ojos de un eco
Por Camilo Rodríguez Bueno, eco 2015
Raya-Bakatsolowa es un colegio/internado ubicado dentro del resguardo indígena Bajo Rio Vichada 2, el cual cobija en su interior a 53 comunidades Sikuani, distribuidas a lo largo de un territorio de 6.400 hectáreas en donde la tierra, el agua, el aire y el alimento son de propiedad común. El colegio en cuestión está construido sobre una colina que corona un claro de sabana rodeado por kilómetros y kilómetros de madreselva, que se extienden sin fin aparente hasta el departamento del Guainía. Cuenta con 156 estudiantes del grado 0ro hasta 9no, los cuales se reparten en 6 salones, más otras 6 construcciones que sirven de alojamiento y servicios para estudiantes, profesores y personal del colegio.
A mi llegada se me informó que sería profesor de matemáticas para los grados comprendidos de 5to a 9no. En ese momento y a pesar de mi relativamente sólida formación en matemáticas no alcanzaba a dimensionar el enorme reto al que habría de enfrentarme y al que aun hoy en día me enfrento. En primer lugar está la barrera lingüística y cultural, sobre todo en los grados más bajos, en donde los chicos a duras penas hablan español. Tratar de comunicar conceptos complejos como el de conjuntos, el significado de una fracción o el área de un terreno es un reto diario que implica gran creatividad para valerse de los recursos disponibles, el constante esfuerzo de investigar palabras y fonemas de su lengua ancestral que sirvan para ilustrar las explicaciones y sobre todo mucha paciencia en la labor de reiterar para luego volver a reiterar los conceptos fundamentales que deben ser comprendidos.
En cuanto a lo cultural el principal reto ha estado en vencer la aparente timidez y pasividad, que a primera vista podría decirse que hace parte del comportamiento cultural de estos chicos, pero que en mi opinión corresponde también a un decidido desdén por la forma occidentalizada de enseñanza y también, en gran medida, al miedo que les generaba mi apariencia física de barbado profesor blanco. Por eso instintivamente decidí tender el vínculo por medio del elemento común más evidente entre nosotros, sea dicho: ¡La risa! Es así que las clases de matemática se transformaron en un espacio de diversión, donde no hay ocurrencia fuera de lugar y donde alrededor de 1/3 del tiempo se dedica a jugar, independientemente del grado. Esto ha permitido estrechar dentro del salón de clase un sólido vínculo de confianza, buen ambiente y camaradería en unas pocas semanas.
Por otro lado las variadísimas bases matemáticas de los chicos –los cuales en su mayoría provienen de una diversa red de 13 escuelas satélite ubicadas a lo largo del resguardo- muy pronto se transformó en otro difícil reto. Algunos de los estudiantes al momento de iniciar clases no sabían sumar o restar, o lo que es un numero par e impar estando ya en grado 9no, lo que no solo implicó (y aun lo implica en algunos casos) la necesidad de repasar pacientemente las bases más fundamentales de la matemática, sino también desarrollar estrategias para que los chicos con niveles más básicos puedan nivelarse con los más avanzados, a la vez que se logra que estos últimos continúen progresando. Es un delicado equilibrio que a decir verdad aun no logro armonizar con la habilidad que quisiera –hay contados momentos de sublime inspiración y otros muchos en que sencillamente no sé lo que hago- pero empiezo a encontrar pistas y ganar experiencia por medio del uso de la enseñanza personalizada (tanto como sea posible); de ejercicios con dificultades diferenciadas y preguntas sucesivas de tal modo que los chicos siempre tengan un problema de mayor dificultad al cual enfrentarse; y de monitorias generalizadas por parte de los estudiantes, en donde el que va terminado correctamente está en el deber de explicar a otro compañero “en apuros”.
He dejado para el final la que tal vez es la interrogante más grande para mí como docente de matemática y considero que también para la enseñanza de matemática en general (sobre todo en el contexto de las comunidades indígenas y afrodescendientes) y consiste en cómo armonizar la enseñanza de la matemática con el saber ancestral, de tal forma que lo que se enseña no sea una repetición más del ejercicio de reproducir el conocimiento del hombre blanco en detrimento de la diversidad del conocimiento tradicional de otras culturas, sino un ejercicio de construcción mutuo en donde lo mejor de lo occidental se fusiona respetuosa y armoniosamente con lo tradicional en una nueva y fortalecida forma de describir el mundo e interactuar con él, siempre desde lo propio. Para hacerle frente a esta pregunta he iniciado por aterrizar la matemática y sus conceptos a las prácticas diarias y los quehaceres tradicionales de estos chicos. Es así que en clase se va al conuco (cultivo) escolar a tomas medidas en kaikobetgeito (pasos) y se calcula la cantidad de pejümata (semillas) necesarias; se habla de la cantidad de árbol de mure necesario para construir una jera (bongo) y su tamaño en Naibo (varas); el número de kaitajü (brazadas) de fibra de kumare necesarias para tejer una canasta o el tamaño de un katumare (costal de fribra de kumare) y su capacidad para cargar newajü (yuca brava). Es un primer paso, sin embargo es uno absolutamente necesario para permitir la apropiación del conocimiento construido con los chicos y para que nuestra labor como educadores se vea revestida de un verdadero significado, en términos de la transformación (o en este caso la preservación, aunque entiéndase en un sentido más amplio) de las vidas de nuestros estudiantes.
Cabe decir que aún tengo muchas más preguntas que respuestas y la verdad es que queda casi todo por hacer, sin embargo me mueve la profunda convicción de que con la enseñanza de la etnomatemática se puede contribuir al fortalecimiento de los sentidos de identidad y a la ampliación del acervo de herramientas que les han permitido a los Sikuani resistir, unidos como pueblo y cultura, a la perpetua embestida colonizadora del mundo occidental.
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