Un reto que me enseñó que los sueños pueden hacerse realidad

Aura María Fajardo, alumni cohorte 2013

Cuando en diciembre del año 2012 escribía en mi diario de campo que la vida me iba a cambiar, jamás imaginé que ocurriría de la manera en la que pasó. Lo único que sentía en ese momento era alegría y expectativa por querer aportar mi granito de arena a la transformación social que tanto ansío ver en nuestro país. No veía la hora de que fuera enero e iniciara con mi labor de docente en algún lugar del Urabá Antioqueño. Los cambios no se hicieron esperar: dejar la comodidad de mi casa, abandonar la confianza y seguridad de transitar por calles y lugares conocidos, comenzar a cambiar las prácticas y hasta los alimentos que hasta entonces hacían parte de mi estilo de vida… Fue así como comenzó este reto, en todo el sentido de la palabra.

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Por supuesto que los primeros días era más el éxtasis y la novedad de una nueva vida, que el miedo de enfrentarme a lo desconocido, lo que reinaba en mi ser. Pero tan pronto como el diario vivir de un típico docente del Urabá antioqueño (y quizás de muchos más lugares de Colombia) me atrapó, la sensación se tornó amarga, y los deseos de volver a mi zona de confort no se hicieron esperar. Entonces los olores, los acentos, la comida, los lugares, el calor, las planeaciones, los niños y todo lo que al principio me cautivaba, me parecieron indeseables y sólo añoraba regresar a los días de dormir en mi cama con esa sensación de seguridad y tranquilidad que la casa de los padres siempre da. Pero la vida no nos pone pruebas que no podamos vencer; fue así como pequeñas luces en medio de tanta oscuridad comenzaron a aparecer y me hicieron recordar mis convicciones y razones por las que tomé este camino: ver pequeños (o grandes) cambios positivos en mis estudiantes, conocer el contexto y el diario vivir en el que están inmersos ellos y sus familias (y miles de colombianos más), sus sonrisas, sus ansias por iniciar la clase para dejarse sorprender con la lectura del día… al final, este cúmulo de pequeñas alegrías fueron siempre mi esperanza, mi luz, mi razón para no desfallecer.

Explicando

Por encima de todos y de todo siempre lo primero (y lo último) fueron mis estudiantes y las transformaciones significativas que ellos (y a veces sus familias) demostraban, las que me mantenían cuerda y con las ganas de seguir, de no desfallecer ni dejarlo todo a la mitad del camino. Fue el pensar que lograr el cambio de vida de al menos dos de ellos valía mi vida, mi esfuerzo, mi sudor, mi sacrificio. Porque lidiar con otra cultura, con otro lugar, con otras personas, diferentes al entorno en el que creciste, lidiar con un sistema educativo o con instituciones cuyas prácticas a veces siguen ancladas en el pasado, lidiar con estudiantes que han sido sistemáticamente golpeados por las injusticias y la violencia que dan el nacer en contextos vulnerables de Colombia, no es nada fácil. Pero al final la reflexión es: si no lo hago yo ¿entonces quién? Las transformaciones comienzan en uno mismo y las acciones que hacemos; no podemos seguir permitiendo que otros decidan y hagan por nosotros, lo que nosotros podemos hacer diferente. Por eso hoy y siempre agradezco esta experiencia porque me enseñó que las transformaciones sociales sí son posibles y están en nuestras manos y en nuestros deseos de hacer realidad todo eso que parece imposible.

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